Décadas atrás, las principales corrientes del mainstream académico de las Relaciones Internacionales protagonizaban un debate que ha evolucionado a lo largo de los años y que lejos están de saldar. Cuando un acontecimiento disruptivo sacude al sistema internacional, los esquemas teóricos pierden su capacidad de interpretar la realidad. En tiempos de crisis, el realismo y el liberalismo resucitan dilemas otrora zanjados. Se disputan, nuevamente, en torno a las ganancias y pérdidas que producen la cooperación y la confrontación entre los Estados a la hora de enfrentar eventos críticos y de naturaleza global.
El papel del Estado vuelve a cuestionarse con el acaecimiento de una pandemia que pone en jaque su capacidad de respuesta y, por tanto, su relevancia como principal categoría analítica del escenario internacional. El mundo se enfrenta a una problemática de magnitud colosal y apariencia microscópica, cuyas externalidades permean las fronteras nacionales y erosionan las competencias del aparato estatal. No obstante, cuando más se requiere poner sobre la mesa intereses comunes y herramientas colectivas, la reacción se manifiesta de manera individual. La apuesta estatal por soluciones soberanas no se hace esperar, mientras que los mecanismos de cooperación empiezan a correr por detrás. Aún, cuando la naturaleza de la amenaza viral exige respuestas coordinadas, la seguridad de la población se resguarda fronteras adentro.
A su vez, los grandes actores rehúyen al liderazgo necesario para impulsar el accionar colectivo.Los escasos frutos obtenidos durante la cumbre extraordinaria del G20 revelan esta apatía por el multilateralismo. La reticencia norteamericana a asumir mayores responsabilidades en materia de gobernanza global completa el panorama. Es apresurado decretar el deceso de estas instituciones, más aún, considerando un escenario previo de resurgir nacional frente al impacto de la globalización. En sintonía con la emergencia de las nuevas derechas en el mundo y el proteccionismo de Trump, los países parecen responder a la resonante demanda de discontinuar los lazos con el exterior que, aparentemente, son fuente de vulnerabilidad. No obstante, es una oportunidad única para replantearnos la utilidad de las instituciones internacionales cuando el Estado pierde interés en ellas.
El profesor John Ikenberry afirmó en un artículo reciente que, en el corto plazo, las consecuencias del daño económico y el colapso social del coronavirus reforzarán el giro hacia el nacionalismo, la rivalidad entre grandes potencias y el desacople estratégico de los países. Sin embargo, insiste en la posibilidad de un resurgir globalista en el largo plazo, más pragmático y proteccionista. La sensación de vulnerabilidad que hoy invade a las sociedades puede desatar fuerzas centrípetas hacia el Estado en un primer momento. Pero, al igual que durante el colapso de 1930, no se descarta la emergencia de contracorrientes que perciban la necesidad de construir un marco institucional para la gestión de la interdependencia global.
Si bien un escenario incierto dificulta cualquier tipo de conclusión al respecto, existe cierto consenso en que el coronavirus acelerará los procesos de aislamiento. No obstante, no debe descartarse la apuesta por la gobernanza internacional. La dirección de los asuntos globales puede recaer en países que han atravesado con mayor eficacia la crisis o que no reniegan de los efectos de la globalización. Si algo es seguro -retomando el debate inicial- es que se vuelve a abrir la brecha entre los que rescatan las ventajas de la cooperación y los que reniegan de su provechosa existencia. La disputa abreva del acontecer global, y con ella el interés académico por resolverla.
*Por Franco Aguirre, Profesor de Historia de las Relaciones Internacionales. Becario CONICET-Universidad Católica de Córdoba