A 20 años del Plan Real, Brasil busca mayor estabilidad

4 julio, 2014

Balance del exitoso plan económico lanzado por el ex presidente Fernando Henrique Cardoso. De la hiperinflación a una inflación moderada de alrededor del 6%, que los brasileños hoy juzgan demasiado alta.

Las encuestas muestran el enojo de la población brasileña con los resultados del combate a la inflación. Según el sondeo de Ibope/CNI, divulgado la semana pasada, 71% de los entrevistados calificaron el control de la inflación del gobierno como “muy malo”.

Pasadas dos décadas del más exitoso e ingenioso programa de estabilización, que derribó la inflación anual de 2.477,15% en 1993 a 22,41% en 1995 y 1,65% en 1998, su nivel más bajo, ese es el retrato del Plan Real. Una iniciativa heterodoxa, en la que convivieron de forma temporaria dos monedas, que debería haberse llevado con determinación a índices más neutros de inflación, pero se quedó a mitad de camino.

Los precios hoy no crecen a dos dígitos por mes como antes del Plan Real. En junio de 1994, en las vísperas de que empezara a circular la nueva moneda, la variación del IPCA (Índice de Precios al Consumidor Amplio) fue de 47,4%. Pero una inflación que ronda el 6% anual desde 2010, con los precios de los alimentos subiendo más de 10% al año, es un motivo de preocupación y no de festejo. La estabilidad de precios aún no es una sólida conquista de la sociedad brasileña.

Reprimir la hiperinflación, después de tantos intentos frustrados, era el primer paso para construir una economía más eficiente, competitiva y un país menos desigual. El aumento generalizado y consistente de precios a finales de los años 80 e inicios de los 90 encubría las ineficiencias y corrompía las informaciones sobre la real situación tanto del sector privado como de las cuentas públicas a nivel federal, estaduales y municipales.

Al derribar la inflación, comenzaron a aparecer las penurias, inclusive a partir de la pérdida de ingresos inflacionarios. Los estados, en su mayoría, estaban quebrados, al igual que los bancos públicos -estaduales y federales-y algunas instituciones privadas.

Pero en las vísperas de la reelección del entonces presidente Fernando Henrique Cardoso, en septiembre de 1998, cuando el Banco Central (BC) trababa una pelea con el mercado para mantener el cambio, el gobierno se convenció de la necesidad de cerrar la farra fiscal. A final de aquel año, una vez reelecto para su segundo mandato, Cardoso se comprometió con un duro ajuste en las cuentas públicas, en el ámbito de un acuerdo con el FMI para socorrer la balanza de pagos.

Después, el gobierno consiguió, en el 2000, la aprobación de la Ley de Responsabilidad Fiscal (LRF).

Con la quiebra de los monopolios estatales, las privatizaciones ganaron aliento en sectores llave, como los de telecomunicaciones, energía, siderurgia y financiero. Se vendieron dos bancos estaduales, y el Tesoro Nacional capitalizó dos federales, el Banco do Brasil y la Caixa Economica Federal.

El programa siguió adelante, sobre todo entre 1996 y 1999, y la venta de las estatales rindió cerca de u$s 78.000 millones a los cofres públicos. Pero esa recaudación no fue suficiente para estancar la creciente deuda líquida del sector público, que pasó de R$ 147.000 millones en junio de 1994 a casi R$ 563.000 millones en diciembre del 2000, en valores corrientes. En los años 90 había dos motivos para vender las empresas que trascendían la discusión ideológica: las compañías no tenían recursos suficientes para bancar las inversiones necesarias y el gobierno precisaba reales y dólares para cerrar sus cuentas internas y externas.

La privatización, más allá de las polémicas, generó un salto de calidad en la oferta de servicios públicos, especialmente en telefonía. Antes el teléfono era un bien de lujo, un activo para declarar en el Impuesto de Renta. Se demoraba años para conseguir una línea telefónica de Telebras. Actualmente, la compra y habilitación de un celular se realiza en pocas horas.

La privatización mediante concesiones fue el camino que encontró el ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva y, a partir de 2012, Dilma Rousseff, para viabilizar las necesarias y urgentes inversiones en infraestructura -rutas, puertas, aeropuertos y ferrocarriles. El año pasado se realizaron subastas de rutas aunque las obras no comenzaron, mientras sí avanzaron las de seis aeropuertos concedidos al sector privado.

En 1998, el Banco Central (BC) gastó buena parte de las reservas internacionales para sostener el régimen de cambio administrado. El cambio valorizado fue un instrumento importante para contener el proceso inflacionario pos-Real, al abaratar las importaciones para abastecer la demanda interna. Extendida demasiado tiempo, la apreciación de la moneda generó grandes tensiones hasta que, en enero de 1999, Cardoso cambió al presidente de la autoridad monetaria y la política cambiaria en medio de una crisis que se había profundizado con la salida de Gustavo Franco y el ingreso de Chico Lopes en la presidencia del BC y la adopción de la banda diagonal endógena.

En febrero de aquel año, Armínio Fraga asumió el comando del BC e instituyó el régimen de tasas fluctuantes para el cambio. El mismo año, la política monetaria se ajustó al sistema de metas para la inflación y el gobierno comenzó a cumplir las metas de superávit primario. Se había creado así el trípode macroeconómico.

La primera meta fiscal de Cardoso fue un superávit primario (que excluye los gastos con intereses de la deuda) de 3,1% del PBI, porcentaje que osciló hacia arriba y hacia abajo durante los años siguientes, inclusive en el mandato de Lula. Dilma Rousseff cumplió la meta de 3,1% del PBI en su primer año de gobierno, en 2011, pero después optó por una trayectoria de aflojamiento fiscal que llevó ese resultado a 1,89% del PBI en 2013, a pesar de los millones en ingresos extraordinarios.

Este año la meta es de 1,9% del PBI. Sin embargo, la medida real de las cuentas fiscales es la del déficit nominal (que incluye intereses), que actualmente ronda el 3% del PBI.

El régimen fiscal es importante para dar sustentabilidad a la deuda pública como proporción del PBI -principal indicador de solvencia del país- y para respaldar la política monetaria. Poco ayudan tasas de interés altas para controlar la inflación si el gasto público crece y aumenta la demanda agregada de la economía. Política monetaria y fiscal no pueden ser disonantes por el riesgo de complicar la acción del BC y descontrolar la inflación.

El trípode funcionó durante todo el segundo mandato de Cardoso. Lula asumió en enero de 2003, en las secuelas de un fuerte ataque especulativo en las vísperas de las elecciones, y llevó adelante un ajuste considerable en el primer año de gobierno, manteniéndose fiel a las bases de la política económica de Cardoso. En los primeros tres años de mandato del nuevo presidente predominó la visión liberal en política económica, con buenos resultados.

A partir de 2006/2007, comenzó a asumir contornos “desarrollistas”, mientras explotaba el escándalo del “mensalao” (denuncias por compra de votos en el Congreso a cambio de respaldo al gobierno). Se instituyó una política de aumentos reales del salario mínimo, inversiones públicas en infraestructura (el PAC), crédito y consumo, además de programas de transferencias de renta y reajustes salariales para los empleados públicos. Fue también el período de una sustancial acumulación de reservas cambiarias, con las presiones fiscales decurrentes de la esterilización de las reservas.

El gobierno de Lula tuvo vientos externos a favor que ayudaron al crecimiento económico, con el “boom” de las commodities. La inflación cayó de 12,5% en 2002 a 3,14% en 2006. El crecimiento económico fue de 3,5%, en promedio, durante los primeros cuatro años de Lula y de 4,62% en el segundo período, pero en 2010 llegó a un insostenible 7,5% -año de la elección de Dilma-, lo que dejó una herencia de problemas para su sucesora.

Rousseff comenzó su gobierno con un ajuste, con aumento del superávit primario y las tasas de interés. Pero a mediados de 2012 la política económica comenzó a tomar otro rumbo, con la ejecución de una “nueva matriz económica” fundamentada en tasas de interés bajas; cambio competitivo y “consolidación fiscal amigable a la inversión”, en la definición del secretario de Política Económica del ministerio de Economía, Marcio Holland, en una entrevista que dio a Valor en diciembre de 2012. En aquella época el gobierno estaba convencido de que el país tendría una fuerte expansión de las inversiones. Lo que no ocurrió.

En aquel momento se había debilitado totalmente el compromiso con una meta de inflación de 4,5%. “Inflación más alta es algo relativo. Hoy, los economistas saben que hay que tomar cuidado con la inflación muy baja. Porque tasas muy bajas llevaron a los bancos centrales a tener tasas de interés muy bajas, que, a su vez, generaron estímulos para la formación de burbujas de activos. Ese tema, sobre cuál es la tasa de inflación real, es controvertido”, argumentó Holland en aquella ocasión.

Existía la percepción de que la inflación en torno de 6%, donde se sitúa hace cuatro años, tenía un carácter “civilizatorio”, fruto de la distribución de riqueza en curso en el país, que se inició en la gestión de Lula, un nivel que sería tolerado por la población. Se abandonó así el trípode macroeconómico en nombre de un modelo que duró poco.

La acelerada expansión del crédito, que sustentó tasas de crecimiento más exuberantes, cerró su ciclo con un aumento de la insolvencia. La retracción de los bancos privados llevó al gobierno a estimular a las instituciones públicas para que avancen en la oferta de crédito para el consumo. Las familias, endeudadas, están más cautelosas y los bancos públicos responden, hoy, por la mitad del crédito en el país.

La transición para sustituir el consumo por la inversión como motor del crecimiento económico chocó contra la pérdida de confianza de empresas y consumidores en el gobierno y el atraso de las concesiones de servicios públicos para el sector privado. La economía, que de acuerdo a los pronósticos oficiales debería crecer 4% desde el inicio de la administración de Rousseff, no despegó.

Hay que decir que el mundo que tanto ayudó a Lula no colaboró con Dilma. Desde la crisis de 2008/2009 la economía global crece poco y terminó el “boom” de las commodities. Pero no puede atribuirse toda la decepción al resto del mundo, como intenta hacer ahora el gobierno. Hay responsabilidades internas, independientemente de los restos de la crisis externa, sobre el desánimo que se extendió en la producción y en el consumo doméstico. En caso contrario Brasil no estaría en el último lugar en una lista de más de 40 países, de acuerdo con una encuesta global sobre el Índice de los Gerentes de Compra (PMI, sigla en inglés). El país fue para el final de la lista por cuenta propia.

Por el lado externo, la situación también dejó de ser confortable. De 2003 a 2007, el país acumuló superávits en las transacciones corrientes de la balanza de pagos, pero desde 2008 hasta ahora la situación se revirtió. El déficit en cuenta corriente en mayo era de 3,61% del PBI, o u$s 81.900 millones. De exportador de capital, Brasil pasó a ser importador, lo que tampoco generó un aumento de la inversión. El escenario externo no es dramático, pero no es muy prudente frente a una perspectiva de aumento futuro de las tasas de interés internacionales.

La agencia Standard & Poor’s rebajó el rating de Brasil en el primer trimestre de este año, aunque mantiene aún el “grado de inversión”, conquistado a duras penas en abril de 2008. El recorte en la nota del país fue consecuencia del deterioro de las cuentas del gobierno central y la incertidumbre en relación a la política fiscal. Desde las travesuras contables del Tesoro Nacional, en 2012, y los sucesivos arreglos dependientes de los ingresos extraordinarios, dividendos de las estatales o renegociación de deudas tributarias (Refis), los datos fiscales comenzaron a mirarse con lupa y desconfianza.

Nunca fue fácil para la clase política comprender que existen límites al crecimiento de los gastos públicos y que el Estado no produce dinero, sino que solo recoge de la sociedad en impuestos, que a su vez redistribuye.

A eso se suma el deterioro de las cuentas públicas, el endeudamiento del Tesoro para prestar a los bancos federales, en especial al Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES). El Estado transfirió más de R$ 400.000 millones para que el banco estatal preste a tasas de interés subsidiadas a empresas privadas sin que esas firmas hayan aumentado la tasa de inversión. Resultado: las tasas de interés implícitas de la deuda líquida del sector público son crecientes y muy superiores a la tasa Selic, que es la de referencia.

Dilma asumió con una tasa Selic de 10,75% al año, que subió a 12% con el objetivo de combatir la inflación en el primer año de gobierno, se redujo a 7,25% y actualmente es de 11% anual. Tasas de interés bajas y cambio competitivo eran los objetivos del Palacio do Planalto concebidos en la nueva matriz económica.

La corta experiencia de tasas de interés bajas, que en términos reales llegó en algunos momentos a 2% al año, fue consecuencia del exceso de liquidez internacional, de tasas reales negativas en los países desarrollados y de una crisis en las naciones de la zona del euro. La combinación de la reducción de la expansión monetaria en Estados Unidos y el aumento de la inflación en Brasil demandó la suba de la Selic a un nivel superior al encontrado por Dilma. Con un agravante que no ocurrió en los gobiernos pasados: el atraso en los precios de la nafta y de la energía eléctrica que contaminó las expectativas inflacionarias para 2015 y debilitó a la empresa estatal Petobras.

En el último año del gobierno de Dilma, candidata a la reelección, los datos del primer trimestre son desalentadores. La economía creció 0,2%, la tasa de inversión (el stock) cayó de 18,2% en igual período del año pasado a 17,7% del PBI, la de ahorro de 12,7% fue la más baja desde el año 2000. El mercado considera probable una retracción en el segundo trimestre, pero el gobierno no.

La permanencia de mecanismos de indexación -extendidos al salario mínimo por Lula-y experimentos para buscar atajos que llevaran de la estabilidad de precios al crecimiento sostenido de forma indolora hicieron que el Plan Real quedara de lado.

Se llegó a trabajar, en 2011, en torno de propuestas de desindexación de la economía que abarcarían desde las inversiones financieras indexadas al DI (intereses promedio de operaciones interbancarias) a precios que tendrían una indexación “oculta” -es decir, precios que, aunque libres, no obedecen a los ciclos económicos y contienen algún mecanismo de corrección automática.

Un grupo de técnicos del gobierno trazó una detallada radiografía de lo que debería hacerse en los precios administrados y libres para desajustarlos de la inflación pasada. Buena parte de los administrados, responsables por 30% del IPCA, se rigen por contratos con reajustes anuales ajustados a índices generales de precios y 70% de precios libres también se corrigen con algún mecanismo que lleva en cuenta la inflación pasada. Un ejemplo son las negociaciones salariales que toman como piso el porcentaje de aumento del salario mínimo. El tema murió.

Con un persistente aumento real de los salarios superior a las ganancias por productividad, el mercado de trabajo en pleno empleo y el salario mínimo indexado a las jubilaciones del Instituto Nacional de Seguridad Social (INSS), el seguro-desempleo, el abono salarial, sería muy difícil contener la inflación.

Sin embargo, una economía que no creció o crece poco pierde las condiciones de reducir las desigualdades y aparece el riesgo de pérdida de empleo. Los datos de ocupación en la industria divulgados esta semana por el ministerio de Trabajo son inquietantes. Hubo un movimiento generalizado de cierre de vacantes en la industria de productos manufacturados en mayo y, en doce meses, el saldo de puestos abiertos es de 3.618.

El sector privado aumentó su desconfianza en el gobierno. El deterioro de los índices de confianza que preceden a la desaceleración o incluso a la recesión económica fueron continuos y los intentos del gobierno para revertir ese escenario no tuvieron éxito.

Durante doce años la meta de inflación en Brasil se estacionó en 4,5% al año con margen de tolerancia de dos puntos hacia arriba o hacia abajo para acomodar los shocks de oferta. El intento de avanzar en el proceso de desinflación fue corto y la meta quedó establecida hasta 2016.

De los 26 países que tienen el régimen de metas, en solo tres -Gana, Indonesia y Turquía-el índice de precios al consumidor supera el 6,4% registrado por el IPCA en doce meses hasta mayo. Países de América latina tienen objetivos más restrictos. En Chile, Colombia y México la meta de inflación es de 3% y en Perú de 2%. La banda de fluctuación para acomodar eventuales shocks en esos países es de un punto porcentual.

Que Brasil tenga una inflación más alta que otros países que adoptan el régimen de metas depende de varias cosas, desde la inercia hasta la aumento de la renta que presionó los precios de los servicios, pasando por la desconfianza en la autonomía del BC para combatir la suba de los precios con aumento de los intereses. En ningún otro país se acumuló un desfasaje de precios y tarifas públicas como en Brasil, afectando negativamente las expectativas por la perspectiva de un mayor reajuste de la nafta y la energía a partir del próximo año.

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