Esta semana un mediano astillero estatal chileno entregó a su Armada un moderno rompehielos, el primero construido en el hemisferio Sur. En este siglo además construyó siete importantes embarcaciones rápidas, cuatro patrulleros oceánicos y un gran buque de investigación.
Lo hizo a costos competitivos, con menos de 800 personas y generando ganancias.
Los dos astilleros estatales argentinos, son cinco veces más grandes y en ellos trabajan 4000 personas. En el mismo plazo, concluyeron construcciones equivalentes al 15% de la producción naval estatal chilena, perdiendo unos 3000 millones de dólares.
Pero lo peor es que en los últimos seis años, el Estado argentino importó casi lo mismo que Chile construyó: ocho patrulleros oceánicos y fluviales, dos buques de investigación y gestiona un buque polar.
En todos los casos, nuestros gobiernos pagan grandes sobreprecios (+700 millones de dólares) y eluden a la industria naval privada nacional capaz y competitiva.
La diferencia no está en aspectos técnicos ni industriales, sino en el nivel de corrupción, visión y compromiso con el desarrollo de nuestros dirigentes civiles y militares navales.