Tener sentido común es poseer la capacidad de valorar momentos y situaciones que nos ocurren en el día a día y a la vez poder ponderar esas situaciones para tomar decisiones lógicas, razonables, acertadas. Las decisiones se toman, entonces, con sentido común, es decir, con ese conocimiento adquirido a partir de la experiencia y a través de los sentidos, de una manera espontánea, dispersa, intuitiva.
Se espera, por otro lado, que la mayoría de las personas compartamos esa capacidad. Es un sentido, como bien dice la expresión, común. Común a la mayoría de las personas. O debería serlo.
Estoy convencido de que todas las personas que me leen y la gran mayoría de los que no lo hacen, coincidirán en las siguientes afirmaciones.
Está bien que los profesionales y trabajadores independientes tengan más dinero y decidan libremente qué hacer con él, consumir alimentos y bebidas, comprar regalos, ropa, viajar, invertirlo, crear una empresa, capacitarse, lo que deseen.
Está bien que empresas chicas, grandes o medianas, tengan más dinero para invertir y para contratar personal, dar trabajo.
Está bien que ese personal contratado también tenga más dinero en su bolsillo para consumir, comprar, viajar, ahorrar, soñar con independizarse, entre otras muchas posibilidades.
Está bien que las grandes empresas e industrias, beneficiadas por ese consumo, puedan aprovechar ese dinero, ese montón de dinero que generaría esta rueda de “tengo dinero en el bolsillo y soy libre de usarlo para lo que sea”: otra vez, invertir en el negocio, contratar personal, ahorrar, para el consumo de sus propios dueños.
El sentido común nos dice que todo eso está bien. Está bien consumir. Está bien dar trabajo. Está bien darse gustos, comprarse ropa, hacer o hacerse regalos, viajar. Está bien ahorrar e invertir. Está bien poner una empresa pequeña, mediana, enorme. Está bien no ponerla y ser empleado o trabajador independiente. Está bien jubilarse después de trabajar. Está bien ser libre de usar nuestro dinero –el que recibimos por vender lo que producimos, el que cobramos por trabajar en una empresa o por proveer servicios profesionales–.
Coincidiremos, seguro, en esos puntos. ¿Quién puede estar en contra? Es, en definitiva, lo que dicta el sentido común. Y dicen que el sentido común es el más común de los sentidos.
Ahora pensemos un segundo. Si bajáramos impuestos, las grandes, medianas y pequeñas empresas tendrían más dinero para invertir, producir o dar trabajo. O todo junto.
Si bajáramos impuestos, los ciudadanos tendrían más dinero en sus bolsillos para comprar, viajar, hacer regalos, consumir alimentos y bebidas, así como para invertirlo.
Si bajáramos impuestos y los ciudadanos consumieran más, las pequeñas, medianas y grandes empresas tendrían más dinero que, si los impuestos fueran más bajos, podrían reinvertir o usar –disculpen la repetición, es importante– para consumir.
¿Pero es común el sentido que indica que hay que bajar los impuestos? ¿Bajar los impuestos es parte del sentido común? ¿Por qué nos parecen lógicas las consecuencias de bajar los impuestos, pero no el hecho de bajar los impuestos? ¿Por qué creemos que nuestro dinero lo tiene que manejar e invertir discrecionalmente el Estado, a través de los impuestos que nosotros pagamos, y no las propias empresas y nosotros mismos, en base a sus/nuestros deseos, a la libertad de elección?
Cuando hablamos de batalla cultural no nos referimos a atacar personas que piensan diferente, escracharlas o tratarlas de idiotas. Hablamos de educar desde el llano, desde bien abajo. Desde el sentido común.
Necesitamos que bajar los impuestos sea parte del sentido común. Como tener la libertad de invertir. De dar trabajo. De viajar. De comprarse cosas. De hacer regalos.
Voy a seguir hasta conseguirlo. Bajar los impuestos: un sentido común.