No venían de familias con dinero y no eran “hijos de…”, pero lograron hacer conocidos sus proyectos tecnológicos y hoy son referentes en sus sectores. El modelo argentino vs. el estilo de Silicon Valley.
Una lluvia torrencial cae sobre la ciudad. Es de noche y usted ya está a punto de irse a dormir. Tocan el timbre. Nervioso, mira quién es y ve a Dalma Maradona, hija de Diego Maradona, que acaba de pinchar una llanta de su auto. En pijama, le abre la puerta y la ayuda de inmediato. La anécdota la contará a sus amigos y familiares, en asados y reuniones del trabajo.
Pero si en vez de tocar el timbre la hija de Maradona, la que estuviera del otro lado fuera un absoluto desconocido, alguien a quien nunca vio. ¿Le abriría la puerta?
No tener un apellido reconocido o una cuenta bancaria abultada supieron ser escollos en el camino de emprendedores que, hoy por hoy, son reconocidos por sus pares y referentes en sus respectivos sectores.
La Meca. Silicon Valley reúne a emprendedores sin importar de dónde vengan. Foto: Flickr/christian.rondeau
Wenceslao Casares, oriundo de Chubut, es fundador y CEO de Xapo, empresa con sede en Silicon Valley. En el pasado, fundó y vendió Patagon.com al Banco Santander Central Hispano por 540 millones de euros. Sin embargo, su historia de éxito la inició remando solo en la tormenta. “Me acuerdo la primera vez que estaba en Buenos Aires para juntar capital y me costaba un montón conseguir reuniones. Cuando las conseguía, me dejaban hablar un ratito y me preguntaban quién era mi papá o a qué colegio había ido”, rememora Casares. “Eso me molestaba mucho”, aclara.
Casares no está solo. Ariel Arrieta, fundador y CEO de Nxtp Labs, aceleradora de proyectos, también supo lucharla. De padre policía y madre enfermera, Arrieta cuenta que venir de abajo, de colegio público, pesa. “En algunos círculos es importante estudiar en la Universidad de San Andrés, en la Universidad de Palermo o en escuelas de afuera. Hay gente que si no hiciste un MBA afuera… no te registra”, relata Arrieta, quien hizo la secundaria en la escuela técnica Nº 17 Brigadier Gral. Cornelio Saavedra, lejos del glamour de muchos colegios privados y de elite. Pese a todo, aclara: “Si empezás tres casilleros por detrás no quiere decir que no puedas lograrlo”.
Los contactos abren puertas y, los apellidos, también. Así le sucedió a Esteban Brenman, quien en 1998 fundó Decidir, una empresa que brindaba información crediticia a bancos y tarjetas de crédito. “No teníamos contacto con esos rubros y nos costó mucho que nos hicieran lugar. Y otras empresas, como eran hijos de dueños de bancos, en meses lograron lo que nosotros no”, dice Brenman, fundador de Guía Óleo. En ese sentido, destaca que, al no venir de una familia de emprendedores –su papá es ingeniero y su mamá, asistenta social- tuvo que abrirse el camino solo. “Mi viejo me ayudó con consejos, pero él siempre trabajó en relación de dependencia, así que yo no tenía mucho a quién consultar, por lo que mi aprendizaje lo hice yo solo, todo de cero. Otros emprendedores te dicen: ‘Yo fui a Standford’. Yo no sabía ni lo que era eso”, explica el emprendedor, cuyo proyecto hoy factura $ 6 millones.
Propinas
Cuando Casares llegó a Buenos Aires tenía en la mente la Universidad de San Andrés. Mientras estudiaba para aplicar para una beca, trabajaba abriendo la puerta del hotel Hyatt. “Estudié un año para el ingreso a San Andrés, y mientras trabajé en el Hyatt, haciendo ‘del que abría la puerta’. Te pagaban pésimo pero daban buenas propias”, narra Casares. La historia de su examen involucró, sin quererlo, a su familia. Tras aplicar la primera vez, los resultados de la prueba llegaron a Esquel, donde vivían sus padres. Su papá se enteró que recibiría media beca, pero al ver lo que costaba la otra mitad, le advirtió a la universidad que su hijo iba a rendir nuevamente: no podían costearla. También les pidió que si volvía a obtener la mitad de la beca, le mintieran y le dijeran que no había quedado. Casares conoció esa situación con el paso de los años, pero en aquél segundo intento logró su beca completa.
Sus días en San Andrés transitaron entre el estudio –debía mantener la beca- y el lujo de sus compañeros más afortunados (en lo económico). Así lo dice Casares: “Yo no tenía plata para un taxi, ni para el almuerzo, y había chicos que llegaban en autos muy buenos”.
Sus compañeros –un grupo de buenos compañeros- lo hicieron parte de las salidas más caras. Lo llevaban y le pagaban, sin siquiera mencionar el tema. “Hubo un par de personas a las que voy a estar eternamente agradecido, que eran chicos con mucha plata, que me hicieron sentir súper cómodo. Cuando todos se iban a almorzar en sus autos –yo iba en tren- , me quedaba estudiando en la biblioteca, pero un par de compañeros que se daban cuenta me arrastraban, me llevaban en sus autos, y pedían para mí y nadie se daba cuenta. Y ese tipo de pavadas ayudan un montón”, se emociona el emprendedor, quien hoy reside en Silicon Valley.
Con humor, Casares recuerda las veces que se quedó afuera de conversaciones por no estar en la misma sintonía que sus compañeros. “Me pasó de que hablaban de polo y yo no tenía ni idea. O de la noche porteña, de boliches como Pachá, El Cielo… y yo no entendía nada”, se ríe.
Silicon Valley es diferente. No hay, según explica, impedimentos a la hora de conseguir capital o concretar reuniones. “Silicon Valley es muy meritocrático. Ahí no les importa la piel o la preferencia sexual, sólo les importa qué estás haciendo o qué tenés en la cabeza. Hay emprendedores de Vietnam o Wisconsin, y consiguen US$ 10 millones por su proyecto. En la Argentina es impensado si no sos amigo de los hijos de alguien de peso”, relata Casares, aunque advierte: “Creo, igual, que Argentina está cambiando y pasa menos”.
Brenman se suma: “Es cierto que en Silicon Valley hay emprendedores exitosos que no terminaron la universidad. Acá, en algunos ambientes, se mira dónde estudiaste o de qué familia venís”.
Allí, en esa cuna de proyectos y emprendedores que es Silicon Valley, Casares vive con su familia (su esposa y sus tres hijos, de 6, 9 y 11 años). “Mis hijos no tienen eso de la lucha y están muy cómodos, y un poco lo siento como una traición. A mí me preocupa mucho que los chicos no sepan cómo es el mundo de verdad”, admite Casares, quien entre los lineamientos básicos de un currículum cargado en LinkedIn le gustaría ver la “garra”, el hambre de gloria. Y explica por qué: “Me preocupa más la garra antes que la inteligencia, porque la garra es difícil de enseñar. Y creo que el venir de abajo te ayuda mucho”.
Chispas
Si bien actualmente Ariel Arrieta analiza emprendimientos e invierte en ellos, cuando empezó a trabajar –a los 16 años- estaba muy lejos de esa realidad. “Mi primer trabajo fue en una empresa armando equipos y soldando para una empresa que daba luces a los boliches”, dispara Arrieta. También trabajó como cadete. “Te da mucha calle y entendés el trato con la gente”, suma.
Su contacto con la computación comenzó cuando tenía 12 años y le regalaron su primera computadora. Para esa época, vivía en Flores y, según recuerda “no éramos propietarios de donde vivíamos”.
Luego comenzó a trabajar como programador, utilizando el conocido programa Basic. Sin embargo, Arrieta indica que “no era muy bueno”. Trabajó en relación de dependencia hasta los 27 años, aunque su contacto permanente con la tecnología fue el puntapié inicial para que, en un país en el que Internet era, hasta ese momento un horizonte sumamente lejano, se le abriera la puerta a un mundo de posibilidades.
Con el paso de los años, fundó –“Y fundí”, como él mismo dice- diversas compañías. I-Solution, OK-Compra.com, V-Commex, Digital Ventures, Directa Networks, Performa Networks, Afiliados Hispanos e InZearch fueron parte de su portfolio creativo (las cuatro últimas firmas se las vendió a FOX).
Pero antes, mucho antes, supo sentir el rigor de no pertenecer al microclima de inversores. “Me he sentido sapo de otro pozo muchas veces. Hasta no tener el título de Harvard (estudió management allí entre 2009 y 2011, cuando sus empresas ya habían sido hits) me sentía mal. Aplicaba a un trabajo y me decían ´no tenés título universitario´”, cuenta Arrieta.
Harvard, una de las universidades más reconocidas del mundo, tiene lo suyo. “Estando adentro lleva tiempo darte cuenta de que es gente como vos y podés tomar el rol activo para que las cosas cambien. En Harvard hay historias como la mía”, relata el emprendedor.
Al igual que Casares, también se quedó afuera de una conversación por no venir del “mismo palo”. “Me pasó de no poder decir dónde había esquiado o qué me había pasado en tal país. Yo terminé conociendo lugares del mundo por trabajar. Quizás paseaba cuando viajaba”, recuerda, riéndose, Arrieta.
Stickers
Del barrio porteño de Caballito, Brenman terminó el secundario con una experiencia laboral sobre sus hombros. A los 16 años, compraba a las librerías mayoristas rollos de stickers y los vendía al por menor. “Me caminaba todo el barrio hasta Once”, cuenta Brenman. El negocio le salió bien y, gracias a eso, se compró un teclado Roland. De ahí pasó a una agencia de turismo y luego a una imprenta barrial, donde diseñaba las tarjetas para los cumpleaños de 15. “Yo no sabía nada pero aprendí”, admite.
Los vaivenes económicos llevaron a que el local donde funcionaba la imprenta se asociara con la casa de computación lindera. El técnico de la casa de computación renunció así que su trabajo, por la tarde, lo hacía él. Esa posibilidad le abrió la puerta para que, junto a un compañero de trabajo, comenzaran con su pyme de reparación de computadoras. Mientras tanto, estudiaba ingeniería en electrónica en la UBA, aunque finalmente lo abandonó. “Quería ser ingeniero como mi viejo. No seguí estudiando porque soy muy impaciente, quiero ver resultados rápidos. Para mí la facultad era muy dura”, recuerda Brenman, quien todavía sigue viviendo en su barrio natal. “Yo no voy a irme a vivir a un country; tengo un auto que no dice nada, no uso reloj. Estoy orgulloso de donde vengo”, resalta el creador de Guía Óleo, su joya más preciada, que ofrece un amplio abanico de recomendaciones de restaurantes y bares para los que “disfrutan del comer y del beber”.
Sus sueños universitarios se cumplieron el año pasado, cuando pudo estudiar en una universidad estadounidense. “Yo terminé el bachiller en Flores. Y en 99 estaba sentado en una oficina en el City Bank negociando una ronda de inversión. Es muy difícil no creérsela, en algunos momentos me confundí bastante. Sé que por momentos dije: ‘Somos unos capos’. Pero en el fondo yo sabía que todo eso era una parte de las cosas, y que los viajes, la guita, la compañía, eran un aspecto de la vida, y me parece que eso lo tuve claro todo el tiempo”, narra.
Pero así como estuvo sentado en plena negociación por conseguir capital, Brenman admite que, muchas veces, se sorprende por lo bien que funcionan algunas empresas. “Yo veo negocios de muchas personas y digo: ‘¿Cómo hacen para que ande?’. Y eso no anda, lo sostiene otro negocio. Pasa mucho de gente que tiene algo que funciona bien y otras empresas alrededor que no les va bien. Y eso pasa en compañías sostenidas por gente de guita; a veces termina funcionando, porque le ponen tanta guita que al final camina”, revela Brenman.
Y, al igual que los otros emprendedores, ha estado en conversaciones ajenas a su origen, aunque asegura que tiene la cintura necesaria como para que no se note. “Soy bastante bueno para disimular que no encajo. Si hablan de palos de golf no me meto, porque no me interesa. Cuando hablan de un Aston Martin, ok, va más rápido ¿y? O te dicen: ‘Trabajo en Google’. ¡Felicitaciones!, no me interesa”, dice riéndose.