Vivimos un momento inédito, donde el análisis de datos y la inteligencia artificial (IA) han dejado de ser herramientas del futuro para convertirse en activos críticos de cualquier organización moderna. Sin embargo, en esta carrera por digitalizar procesos, reducir costos y tomar decisiones más rápidas, muchas empresas están descuidando una dimensión esencial: la seguridad de la información y la privacidad de los datos.
Desde mi experiencia en OCP TECH, donde trabajamos con soluciones de IA generativa y machine learning para proteger entornos complejos, he visto que la adopción de estas tecnologías puede marcar la diferencia entre una compañía resiliente y una vulnerable. Pero también he aprendido que el entusiasmo por automatizar no puede eclipsar la necesidad de establecer principios de gobernanza, ética y uso responsable de la información.
Uno de los casos más concretos que enfrentamos tiene que ver con el uso de herramientas como Microsoft Copilot y Darktrace, que nos permiten no solo detectar patrones sospechosos, sino anticiparnos a ataques y comportamientos anómalos. Estas soluciones han demostrado ser altamente efectivas, siempre y cuando su implementación esté acompañada por procesos de validación humana, monitoreo continuo y regulaciones internas que limiten los riesgos de un uso incorrecto.
Porque, seamos honestos: estamos experimentando con una tecnología que aún no comprendemos del todo. Y esa es precisamente la razón por la que debemos ser prudentes.
Una de las principales amenazas que enfrentamos no es externa, sino interna: la exposición involuntaria de información confidencial. En entornos donde los flujos de datos son masivos y las interfaces intuitivas nos facilitan la vida, también estamos habilitando canales para que esa información viaje sin los controles adecuados. El equilibrio entre eficiencia y protección es una tensión constante.
Hoy, las empresas necesitan herramientas de IA capaces de correlacionar millones de eventos en la red, analizar accesos, identificar desviaciones y ayudar a tomar decisiones rápidas basadas en evidencia. Pero eso requiere un cambio cultural. No basta con adquirir tecnología. Hay que formar a los equipos, generar conciencia sobre la ciberseguridad y entender que cada dato procesado puede tener consecuencias estratégicas.
Uno de los riesgos más recientes que pone en evidencia esta necesidad de madurez es el quishing: ataques que utilizan códigos QR maliciosos disfrazados en correos aparentemente legítimos. En muchos de estos casos, las plataformas tradicionales de seguridad no logran identificar el riesgo porque no hay una imagen como tal, sino un código ASCII insertado en el HTML del correo. Esto demuestra que los atacantes están un paso adelante, y que nuestra capacidad de respuesta debe evolucionar aún más rápido.
En ese sentido, los análisis automatizados basados en IA se han vuelto indispensables. Pero nuevamente, el éxito de estas soluciones no está solo en la tecnología, sino en el criterio con el que se aplican. No hay IA segura si no hay una estrategia clara de privacidad, roles definidos, revisiones constantes y una ética transversal que guíe las decisiones.
Las organizaciones en América Latina, especialmente en países como México y Colombia, donde la adopción digital se ha acelerado de manera significativa en los últimos años, tienen una oportunidad extraordinaria para convertirse en referentes regionales en el uso seguro y ético de la IA. Pero deben empezar hoy, porque el rezago normativo y la falta de regulación interna son hoy las puertas de entrada para los riesgos del mañana.
Me resulta indispensable subrayar que este camino no puede recorrerse en solitario. Necesitamos alianzas entre los sectores público y privado, marcos normativos modernos, formación técnica continua y una participación activa de las áreas de compliance, legal y tecnología para que la inteligencia artificial no sea una amenaza, sino una herramienta real de valor estratégico.
En definitiva, estamos ante una disyuntiva clave: o la IA se convierte en el catalizador de una nueva era de seguridad y eficiencia, o se transforma en el vector de amenazas más sofisticadas que hayamos conocido. Todo dependerá de cómo decidamos usarla. Y esa decisión, como toda revolución tecnológica, no es técnica: es profundamente humana.