En el último informe de perspectivas sobre la economía mundial, presentado recientemente por el Fondo Monetario Internacional, el organismo planteó que lo peor está por venir. La economía a nivel mundial está experimentando una desaceleración generalizada, más pronunciada de lo previsto, con niveles de inflación muy elevados.
Según los pronósticos, el crecimiento mundial se desaceleraría de 6,0% en 2021 a 3,2% en 2022 y 2,7% en 2023. Por el lado de la inflación mundial, se espera que aumente de 4,7% en 2021 a 8,8% en 2022, para luego descender a 6,5% en 2023 y 4,1% en 2024. Con respecto a la tasa de interés, los principales Bancos Centrales continuarían con la política monetaria de subir la tasa, en pos de combatir la inflación. Con estos números por delante se cree que, exceptuando la crisis financiera mundial y la fase aguda de la pandemia de COVID-19, estos niveles de crecimiento serían los más flojos desde el año 2001.
De todas formas, cuando el FMI plantea que el escenario por delante es más sombrío del que creemos, no está únicamente haciendo referencia al año próximo, sino también al año 2024. Tristemente las proyecciones empeoran de cara a los siguientes dos años. En términos generales, la crisis ocasionada por la pandemia generó, de forma permanente, que las economías del mundo pasaran a crecer a una tasa, en promedio, 6,0% inferior a lo que las proyecciones estimaban previo a la pandemia.
Puertas para adentro, Argentina no será la excepción. La economía argentina se ha convertido en una combinación de caída de la productividad y de los ingresos, desequilibrio fiscal y monetario, e impactos negativos en el ámbito político y social.
El problema de la caída de productividad y el desempeño del mercado de trabajo preocupa y mucho. En los últimos años, el mercado laboral argentino viene mostrando indicadores de desempeño muy débiles, sin muchas posibilidades de que mejoren, al menos en el corto plazo. Si bien es cierto que, en términos generales, el empleo total viene creciendo, la preocupación pasa por el hecho de que el empleo que se genera es informal, de baja calidad y poco aporta al PBI. Hoy, la tasa de desempleo es relativamente baja, en el orden del 7,0%. Generalmente esto no sucede en contextos de inflación alta.
De todas formas, recordemos que la tasa de desempleo se calcula sobre la PEA (Población Económicamente Activa), es decir, aquel grupo de personas que trabaja y aquellas que no lo hacen, pero que buscan activamente un empleo. Por otro lado, existe la denominada Población Inactiva, aquel grupo de personas que no tiene un empleo, pero que tampoco lo busca activamente. Si, en el cálculo del desempleo, pasaríamos a tener en cuenta a la población inactiva, desde ya que dicha tasa escalaría exponencialmente. Con el correr de los años, la población inactiva es cada vez mayor.
La situación delicada por la que está transitando Argentina se ha convertido en una crisis de larga duración. La pandemia, y particularmente la extensa cuarentena que se estableció, no es la responsable de todos los males. Si bien fue un shock externo negativo que agudizó problemas que el país ya tenía, tales problemas se iniciaron en abril 2018. Más de 4 años después, la economía y la política argentina siguen empantanadas en la misma agenda. Todas las distorsiones que vivenciamos hoy son materia de preocupación en los últimos años.
Retomando lo del empleo, si miramos un poco más atrás y observamos el comportamiento de la economía previo a la pandemia, durante más de 8 años, la economía argentina solamente generó empleo público o informal y destruyó el empleo formal. Si miramos en retrospectiva, estamos instalados en un estancamiento que lleva más de 10 años.
El punto ahora es que el contexto cambió por completo y lo que se percibe es escasa flexibilidad y capacidad de los gobernantes para interpretar los cambios. Lo que ya no funciona más es una economía funcionando gracias al Estado. Por lo tanto, sería momento de recurrir a la inversión privada para que la economía continúe funcionando correctamente, pero eso requiere todo un cambio de sistema. Según los componentes del PBI, en argentina, casi el 70,0% del producto está explicando por consumo público y privado. La inversión representa menos del 20,0%.
En economías como la de China, acostumbrados a crecer a tasas superior al 6,0% previo a la pandemia, la inversión representa aproximadamente el 40,0% del producto bruto interno. Deberíamos cambiar por completo la composición de nuestro PBI si efectivamente queremos volver a crecer de formas sostenida y sustentable. Esto deja entrever que la lógica pública se está transformado, por lo que, habrá problemas concatenados en el Estado.
A lo largo de este año ocurrió algo inédito. Los políticos, tanto oficialismo como oposición, pusieron sobre la mesa una discusión pública. Se discutieron cuestiones evidentes como si había que pagar o no las tarifas la luz y gas, o si podíamos seguir bajo el esquema de subsidio casi en su totalidad. También se discutió si el déficit fiscal podía ser infinito o si había que volver al equilibrio. No solamente eso, también se cuestionó si el desequilibrio fiscal podría financiarse exclusivamente con emisión monetaria y, como si fuera poco, una discusión adicional, de si esa emisión genera o no inflación. Puertas para afuera se discutió si valía la pena que Argentina rompiera con las principales potencias del mundo (Estados Unidos, Alemania, Japón).
Hoy nos encontramos con que, en la discusión, ganaron aquellos que piensan que las tarifas hay que pagarlas, por eso se avanzó con la quita de subsidios, que el déficit fiscal no puede ser eterno, por eso se planteó un ajuste en el gasto público, que la emisión efectivamente genera inflación, por lo que el Estado pasó a financiarse únicamente tomando deuda interna, y que, obviamente, no podemos romper relaciones con el mundo. La victoria de algunos y el fracaso de otros fue lo que generó que la coalición gobernante se quebrara definitivamente.
De cara al futuro, nos espera un gran desafío, no solo por el plan de estabilización que habría que implementar para controlar y reducir a la inflación, sino porque habrá que pensar en una serie de reformas mucho más importante y estructurales, que generen un cambio rotundo en la forma en la que entendemos la generación de riqueza, la posibilidad de crecer y la participación del Estado en términos generales.
Como si todo esto fuera poco, Argentina se enfrente a un año electoral. Muy probablemente, el gobierno que asuma a fines del año próximo, sea del partido político que sea, si no encara una agenda de cambios estructurales y demuestre, en relativamente poco tiempo, que tiene alguna viabilidad de resolver o gestionar, volveremos a a entrar en una crisis muy compleja.
A mediados del año 2020, el nivel de pesimismo en Argentina ascendía al 68,0%. Esto quiere decir que a 68 de cada 100 consultados, el año anterior le había ido mejor y temían que el año próximo le fuera peor. Esta proporción, no solo que se mantuvo, sino que se agravó con el correr de los meses. Dicho número es alarmantemente más alto que años anteriores.
En conclusión, toda esta agenda de cambios estructurales a la que debería sumergirse Argentina requiere de una gran capacidad política para saber cómo interpretar e implementar el plan que habría que seguir. Requiere de un equipo muy coordinado y entrenado. Para los niveles de problemas y la complejidad que tenemos por delante, las opciones políticas disponibles inquietan y generan desconfianza. Por eso, la idea de que en el año 2023 podría haber un cambio, ya no alivia tanto como en las elecciones del año 2015. Se vuelve a poner sobre la mesa la pregunta de si es garantía de algo que haya un cambio.
Por Julieta Colella, Analista de Economía y Negocios de la Consultora SDS.