Desde hace más de cuatro meses el mundo flota en la incertidumbre; quizás una de las pocas certezas sea que la pandemia provocada por el Covid-19 dejó expuestas las miserias y tensiones de una forma de producir y distribuir injusta, de una insuficiente cooperación internacional y de una ficción de Estados en apariencia poderosos a los que les está costando increíblemente hacer frente a la defensa de la vida y salud de sus poblaciones. Otra evidencia es que el resultado de esta crisis de implicancia sanitaria, económica y psicosocial terminará acelerando las contradicciones.
Los coletazos de esta situación son globales, pero sin duda serán los países más empobrecidos los que pagarán los mayores costos de la crisis. Deberá recordarse que, en los albores de la modernidad, el nacimiento del Estado estuvo estrechamente vinculado con la necesidad de crear una estructura organizativa capaz de articular poder suficiente para brindar seguridad y justicia a sus ciudadanos. Luego se fueron agregando otras funciones consideradas esenciales, como salud y educación. Y ya en tiempos contemporáneos, la irrupción del denominado “Estado de bienestar” sumaría funciones de índole económico y social.
Los detractores del Estado suelen centrar sus críticas en su tamaño. Nosotros estimamos que este enfoque es equívoco, porque lo trascendente no es su dimensión sino la eficacia que demuestra en el cumplimiento de sus funciones: lo importante es la eficacia en la gestión pública, orientada a crear las condiciones necesarias para que la sociedad pueda alcanzar un estadio de desarrollo y progreso sostenible en el tiempo.
En la actualidad la salud ocupa el centro de la escena pública, y esto es lógico en el marco de una pandemia. A fin de contenerla los Estados han recurrido a la cuarentena, una medida de prevención sanitaria basada en el encierro de la población, que se remonta a tiempos antiguos pero que esta vez se produjo a escala mundial, afectando desde hace casi cinco meses a más de 3.000 millones de personas. Nunca antes había ocurrido una situación similar en la historia de la Humanidad.
El confinamiento compulsivo dispuesto en la emergencia implicó el reconocimiento de que los sistemas sanitarios no estaban preparados para enfrentar una crisis sanitaria de esta envergadura: los 650.000 fallecido por coronavirus que ya se registran en el mundo son prueba de ello, y también ponen de manifiesto la desinversión que padecían muchos sistemas de salud. En el caso argentino, solo habrá que recordar que hasta diciembre de 2019 no contábamos con un ministerio de Salud a nivel nacional.
Las consecuencias económicas derivadas de la cuarentena serán devastadoras, y recién comienzan a evidenciarse en toda su dimensión. Ya se han perdido millones de puestos de trabajo en todo el orbe; en nuestro país han cerrado sus puertas cerca de 30.000 comercios y más de 200.000 trabajadores se han quedado sin empleo en el sector privado. En tanto, la pobreza se ubicaría este año en torno al 45% según el Observatorio de la Deuda Social de la UCA, y varias consultoras proyectan que el PBI caería entre 11,5% y 15%, una cifra para la economía argentina ni siquiera alcanzada en 2002 (cuando el PBI cayó un 10,9%). Los datos reflejan la profundidad de la crisis que deberemos enfrentar en los meses por venir.
En el plano educativo los efectos no dejan de ser preocupantes. Durante el primer semestre el proceso de enseñanza y aprendizaje se pudo desplegar a duras penas a través de la virtualidad, con las limitaciones y desigualdades que esto conlleva. Así, cuando la Defensoría del Pueblo de Córdoba dio a conocer que más de la mitad de los docentes del nivel medio local no cuentan con computadora personal de uso exclusivo, advertimos claramente que es imposible pretender sostener con éxito un sistema basado en la educación virtual sin disponer de los medios tecnológicos para ello.
Por lo demás, creemos que los estudiantes aprenden gracias al contacto y vínculo con los docentes y sus compañeros, en el ámbito de una experiencia áulica vital para su formación, que mal puede ser reemplazada por la virtualidad. En todo caso, ésta podría funcionar de modo complementario, como una herramienta para apoyar o potenciar la formación intelectual, pero jamás soportar en forma exclusiva el peso de la enseñanza, sobre todo en el nivel inicial. A su vez, las estimaciones provisorias sobre deserción escolar (se espera para este año entre un 25% y 45%, dependiendo del nivel educativo, áreas geográficas y contextos sociales) nos obligan a pensar en alternativas y estrategias superadoras para el segundo semestre, de lo contrario la peor de las pandemias será la educativa. La apertura de nuestros colegios y universidades, y la vuelta de docentes y alumnos a las aulas, aunque más no sea en forma parcial, se imponen como prioridad en un país que no puede permitirse el lujo de seguir perdiendo calidad educativa y afianzando la desigualdad.
Mientras la provincia de Córdoba ingresó hace ya un mes en la denominada “fase 5” (de Distanciamiento Social, Preventivo y Obligatorio – Dispo), inexplicablemente su Poder Judicial se encuentra como en “desfase” congelado en alguna fase anterior, con severas restricciones para el ingreso a los edificios donde se imparte Justicia, y un sistema de turnos raquítico, que fue implementado a principios de junio y se mantiene sin alteraciones. Desde entonces, toda la praxis judicial se vio reducida a una novedosa y por momentos traumática experiencia digital compulsiva.
No resulta comprensible que la Provincia aún no restablezca la prestación del servicio de Justicia con cierta normalidad y en condiciones de eficacia, a pesar de tratarse de un servicio esencial. A propósito de ello, que la Justicia no haya sido reconocida como un servicio esencial en el marco de la presente emergencia, importa toda una definición de lo que hoy somos como sociedad. Es cierto que hubo algunos gestos del Tribunal Superior de Justicia – TSJ, como disponer la suspensión de la feria judicial de Julio, pero también lo es que superponer la feria de invierno con el receso judicial vigente desde el día 17 de marzo hubiese sido una torpeza difícil de disimular. La eficiencia no se proclama ni se publicita, sino que se demuestra en la labor diaria con genuina vocación de servicio. Está claro que la administración de Justicia no puede depender solo de la buena voluntad y el esfuerzo desplegado por un puñado de funcionarios y empleados que, vía remota, tratan de seguir brindando un servicio a cuenta gotas. En este momento crucial de la historia no se necesita una Justicia administrada a distancia, hoy más que nunca se requiere su funcionamiento eficiente, de modo que se garantice a los ciudadanos su derecho fundamental a obtener una “tutela judicial efectiva”, como lo prescriben la Constitución Nacional y los tratados internacionales en materia de derechos humanos que, desde 1994, tienen jerarquía constitucional.
Por eso debe requerirse el restablecimiento pleno del servicio de Justicia tanto en Córdoba como en las demás provincias y a nivel federal, puesto que también desde marzo se mantiene prácticamente paralizada la actividad en el Poder Judicial de la Nación. Es sumamente riesgoso mantener en el tiempo una Justicia debilitada, así terminará imperando el caos, la discordia y la violencia, y será muy difícil conservar la paz social. Las calles de nuestra ciudad, en estos días, reflejan ya en parte esta dramática realidad.
Las próximas semanas acaso serán las más críticas de esta etapa dominada por la pandemia; ello demandará mayor empatía, cooperación y solidaridad y, al mismo tiempo, más compromiso y responsabilidad social, con una rigurosa y creativa gestión estatal que no desatienda ni descuide ninguna de sus funciones esenciales. Sin una educación pública inclusiva y de calidad, a la que se pueda acceder en condiciones de igualdad, y con una administración de Justicia minimizada e ineficiente, los remedios podrían llegar a ser más dañinos que la propia enfermedad.
*Por Javier H. Giletta, abogado y docente universitario.