No es novedad que un presidente de Argentina quiera controlar a las provincias con el subsidio al transporte urbano. La única diferencia entre éste febrero de 2024 y los anteriores 23 años, es que el tema no salía en el diarios.
Las PyMEs del transporte público automotor de pasajeros (igual que las grandes) de cualquier pueblo, ciudad o metrópoli de Argentina, jamás habían necesitado subsidios hasta alrededor del año 2000. Pero la concentración empresaria, la no actualización de concesiones, recorridos ni tecnologías las llevó a entrar en crisis, donde a algunos burócratas se les ocurrió una buena forma de contentar a sus jefes políticos (de turno), inventando un sistema de subsidios con normas nacionales en 2001 (y posteriores que la fueron empeorando).
En años recientes, durante algún gobierno, una de las grandes metrópolis de Argentina, autorizó un ramal al aeropuerto local para la concesionaria que pasaba a 1 kilómetro del mismo: Habían pasado de tener 6 vuelos semanales a tener 18 operaciones diarias. Estaba más que justificado. La concesionaria concurrió a la Ciudad de Buenos Aires para tramitar la extensión de la tarjeta SUBE a ese ramal, pero el funcionario político lo despidió diciendo que no iba a encaminar el trámite.
Municipio, Nación y Provincia eran del mismo color político. Por ahí no estaba la cosa. ¿Qué había sucedido?
Contra toda indicación de la Constitución Nacional en cuanto a autonomía municipal y a jurisdicciones del transporte de pasajeros, aquella reglamentación de subsidios impuso que para que el mismo recaiga en tal o cual línea de colectivos, la concesionaria deba rendir cuentas mediante prueba de consultoría sobre sus servicios y costos ante escritorios técnicos en oficinas de la Nación, aunque el servicio sea municipal, comunal o provincial.
Si, sí, sí. El Intendente y el Concejo asignaron un recorrido, pero un desconocedor sentado por unos meses políticos en un escritorio, asesorado por un burócrata de la “Capital Federal”, es quien decide si atiende o no a la concesionaria. Tiraron a la basura a los pactos de Olivos y de Flores.
Hacia 2010 la cosa había comenzado a empeorar en términos morales: “el subsidio debe ir a la persona y no a la empresa”. Suena muy progre pero es definitivamente perverso, pues menores de tal edad, escolares, jubilados o mayores de tal edad y discapacitados, directamente, no deberían entrar en ninguna cuenta de pago. Es muy simple, deben subir sin tickear.
Pero, si el sistema se arma para subsidiar a los desocupados y a los que ganan poco, pues significa que el propio Estado y la conciencia de los técnicos que adoctrinan sobre ello, suponen que la pobreza deberá ser permanente.
Si una empleada doméstica viaja 3 horas en 4 tramos debe recibir subsidio por bajo sueldo, entonces “con la nuestra” es que le estamos pagando a su patrona que es quien la contrata y le paga poco.
Si un desocupado viaja todos los días, no cabe duda que está empleado en negro, así que nuevamente será “con la nuestra” que ayudamos al contratante en negro a no pagar bien y en blanco.
Entonces, si es claro quiénes no deben pagar y también lo de la inmoralidad de ayudar al que no paga bien el sueldo. ¿Qué es lo que falta?
¡Pues la productividad! ¿Estamos seguros que las ecuaciones de los subsidios y de las empresas corresponden a productividad máxima? ¿Cuánto ya está relajado por megaburocracia pública y privada?
Casi seguro que la respuesta está en lo que aplicó Estados Unidos a principio de los ‘60, cuando muchos municipios comenzaron a pedir fondos: El Gobierno Federal condicionó a la organización por regiones metropolitanas -y otras formas- y se generó, hasta hoy, un mecanismo político de acuerdos, de planificación, etc, y otro administrativo de ejecución.
Claro, como la ejecución de los fondos resultó absolutamente administrativa sin la necesidad de la firma del político de turno, es que nunca encontraríamos al político que quiera implementarlo.