Cuando se habla de la ley de Cabotaje Nacional y la posible desregulación que se avecina, es difícil no percibir la ausencia de un verdadero debate público y político sobre el asunto. No se sabe con certeza cuál será el alcance de esta medida, pero lo que es indiscutible es que el tema está mucho más avanzado de lo que las autoridades o la opinión pública creen.
Los gremios están preocupados desde principios de este año, buscando alternativas y esperando hablar directamente con el ministro Federico Sturzenegger para hacerle comprender la gravedad de la situación. Sin embargo, el problema es que ya parece demasiado tarde. Los involucrados se han dado cuenta de que la cuestión ha llegado a un punto terminal y que las opciones se reducen a un puñado de soluciones difíciles y arriesgadas.
A primera vista, la desregulación del transporte de mercaderías entre puertos argentinos, sobre todo en lo que respecta a contenedores y minerales, parece una necesidad económica lógica. Si realmente se quiere desarrollar este sector y competir en el mercado global, habrá que liberar la bandera.
Es decir, permitir que los barcos que naveguen bajo bandera extranjera puedan operar las rutas nacionales. Pero este cambio, que parece inevitable, es un verdadero “temón” para las corporaciones gremiales y los sindicatos del sector, quienes ven en esta medida una amenaza a la estabilidad laboral y a las conquistas históricas alcanzadas a lo largo de los años.
Lo que está en juego no es solo la economía, sino el poder de los gremios, que en muchos casos han ejercido una enorme influencia en las políticas relacionadas con el transporte marítimo. Por otro lado, también está la presión de los armadores, que ven en esta desregulación una oportunidad de expandir sus negocios y mejorar la competitividad de la flota nacional, tal como lo exigen desde hace tiempo.
De alguna manera, este divorcio entre las dos corporaciones, la de los trabajadores y la de los armadores, parece estar marcando el rumbo de lo que finalmente resuelva el gobierno.
Y aquí es donde las decisiones se vuelven complicadas. Si la desregulación se lleva a cabo, tal como se sugiere, aquellos que implementen esta política serán responsables de un proceso que podría extenderse por décadas.
Y no me refiero solo a los aspectos económicos o comerciales. Estoy hablando de un proceso cargado de tensiones sociales, conflictos laborales, presiones políticas y sobre todo, de una inestabilidad que se sentirá en el día a día de los trabajadores y las empresas del sector.
Lo que está por venir será un desafío monumental para quienes tengan la tarea de ejecutarlo y como suele suceder en estos casos, los que promuevan la desregulación, si finalmente se concreta, quedarán marcados para siempre.
La historia reciente de otros países, muestra que no es un tema fácil de abordar. Brasil, a pesar de ser un país con una política proteccionista, también desreguló su cabotaje en algún momento. Argentina terminó acompañando esta medida tras la ruptura del convenio bilateral que mantenían ambos países, lo que resultó en una serie de decisiones equivocadas.
Pese a ello, el experimento de la desregulación ya está en marcha, aunque aún de forma pequeña. Hoy, en los barcos que navegan por nuestras aguas, ya se encuentran tripulantes de países como Uruguay, Paraguay y Venezuela. No son muchos, pero el fenómeno está presente y lo cierto es que no ha resultado tan trágico como algunos pronosticaron.
Esto nos lleva a una reflexión más amplia. En Europa, por ejemplo, en el Canal de la Mancha, a pesar de las diferencias bilaterales entre Inglaterra y Francia, las relaciones comerciales entre los armadores se han mantenido y de alguna manera, se han adaptado a los cambios del sector. Se aplican banderas de conveniencia, y las tripulaciones extranjeras son parte de la realidad cotidiana de la navegación internacional. Aquí en Argentina, sin embargo, no hemos sido capaces de resolver estos conflictos de manera armónica y mucho menos de encontrar un punto de acuerdo entre los gremios y los armadores.
Hubo una oportunidad para desarrollar una propuesta que hubiera permitido llevar adelante un proceso más equilibrado y menos traumático, pero esa posibilidad fue abortada. Durante años, trabajamos en el REGINAVE, un espacio de diálogo entre las corporaciones gremiales y los armadores, con reuniones constantes y un esfuerzo por encontrar un consenso.
Sin embargo, en la última etapa, fuimos traicionados por quienes, en lugar de velar por el interés común, decidieron seguir otros caminos. Los responsables de esta situación, que contaron con el apoyo de figuras cercanas al PRO, utilizaron nuestras propuestas para llegar a un resultado que no era lo que necesitábamos para el desarrollo de la flota y la industria naval nacional.
Hoy, estos mismos actores se están preparando para enfrentar las consecuencias de sus decisiones, aunque no serán ellos quienes firmen la sentencia final. La historia los recordará y no precisamente de manera positiva. Los gremios y los armadores no podrán olvidarlo y aunque las decisiones políticas puedan parecer distantes, los efectos de esta desregulación se sentirán en el día a día de los trabajadores del sector, que son los que más perderán si no se encuentra un equilibrio justo.
El futuro del cabotaje nacional está en juego y las decisiones que se tomen tendrán un impacto profundo durante muchos años. Es fundamental que empecemos a debatir en serio sobre el modelo que queremos para la Argentina en este sector. Sin un acuerdo entre los actores clave, el camino hacia la desregulación será largo, tortuoso y posiblemente, lleno de fracasos.