Dos temas invaden los medios, nuestros pensamientos, nuestras conversaciones personales o virtuales.
En primer lugar, el coronavirus y su consecuente “mal llamada” cuarentena. La defino así porque en el AMBA nos aproximamos a triplicar los 40 días de aislamiento social y encierro. El segundo, las profundas dificultades económicas que atraviesa el país y la amplia mayoría de sus habitantes, porque millones de personas no pueden salir de sus casas para ganar su sustento.
Sin dudas ambas cuestiones pueden desestabilizar emocional y psíquicamente a cualquiera de nosotros. Porque nadie quiere contraer la enfermedad, más allá de que contagiarse no implica la muerte. Y a la par, crece el número de hogares y familias que no saben si podrán conservar sus empresas, empleos o ingresos salariales.
Cualquiera de estos dos factores puede quebrar la fortaleza de muchas personas y obviamente aún más cuando se dan al mismo tiempo y en el mismo espacio.
Sin embargo, hay otro “virus” tanto o más peligroso que el Covid-19 y el descalabro económico: es el que se metió en buena parte de los argentinos, desde hace ya bastante tiempo. Lo padecen muchos dirigentes y se expresa en la desconfianza, la mentira, la descalificación hacia opiniones diferentes y el desprecio por la vida de los semejantes.
Hoy lo estamos padeciendo. Para él tampoco hay vacuna o medicina, ni siquiera se cura cuando estamos al borde del precipicio, cuando las vidas humanas están en riesgo concreto y todos nos necesitamos responsablemente para preservarnos.
El sábado se cumplieron 200 años de la muerte de Manuel Belgrano. A mi criterio, el hombre que más dio por nuestra nacionalidad. No porque haya creado la Enseña Nacional, sino porque aceptó todos los retos que la vida le fue presentando para defender y hacer engrandecer a la Patria. Un ser excepcional que nació, vivió y murió en la misma casa, a los 50 años y en absoluta pobreza. Dio todo, sin reclamar nada.
Un referente sólido. Imprescindible para ver que las actitudes soberbias, las excusas, la indiferencia al dolor ajeno, los caprichos, no sirven. Tampoco las especulaciones personales, las zancadillas, revanchas ni venganzas.
Debemos aprender que el hecho de tener más dinero u ocupar un cargo público, a nadie hace dueño de la verdad. Porque para madurar y ser mejores, hay que saber que la verdad es más importante que cualquier autoridad.
Que, así como sucede con los afectos, los negocios y la comunidad tampoco funcionan si se no se basan en el respeto, la sinceridad, la confianza y la comprensión.
Belgrano y la historia nos invitan a entender que la bandera celeste y blanca es más que un hermoso símbolo de la identidad que nos iguala por nacer en este bendita y generosa tierra, que incluso alberga a gran número de hermanos de otros países.
Atravesamos días muy críticos, que abren la posibilidad de derrotar a todos los “virus” para renacer y empezar a consolidarnos como sociedad. No dejemos pasar esta oportunidad, porque las oportunidades que perdemos, otros las aprovechan.
*Por Darío Ríos, director de serindustria.com.ar